Me gustaría decir que es un paseo maravilloso, me gustaría decir que es un cobijo reparador, que me llenaría de felicidad, de sosiego. Me gustaría decir que por sus senderos vivo horas sumido en reflexiones, imaginando cuentos para mis nietos o charlando en preciada compañía. Pero no. Otra vez estoy aquí como quien visita a un amigo enfermo del que intuyes un final largo y trágico.
A los
pies de un pequeño castillo pulcramente cuidado, y separado de él por un pinar,
quisiera haberme adentrado en el Forestal de Villaviciosa de Odón, como se hubiera
adentrado un niño en una juguetería: con ánimo de aventurero, con ilusión infantil,
sabiendo que la visita no iba a ser baldía. Que distinto a la visita caritativa
que se hace al amigo en el lecho del dolor.
He
venido al Paseo de los Alcornoques. Una parte del hábitat que pudiera ser mi
preferida si no existiesen otras de cumplida estampa, y si no se me desgarrase
el alma en mi negativo peritaje. He venido huyendo del calor del estío
madrileño, buscando la parada que ordenadamente me permita la valoración
crítica. Ahora mis sentidos están atentos al entorno, como el médico atiende al
metrónomo humano con su frío estetoscopio.
Es el sustantivo
paseo burlesca calidad de lo que nuestra imaginación pudiera sugerir. Camino, eso
sí, de tierra prensada abandonado al tiempo y a los temporales que aventura farragosos
paseos invernales. Flanqueado a la izquierda por taludes inestables que mueren
en profunda cuneta que no lo es tanto al ser vertedero de restos botánicos,
piedras o canalizaciones de obra civil que hacen difícil su función. Por el margen
derecho me alerta la escarpada ladera de diversa e incongruente constitución
arbórea, que viene a morir en el Arroyo de la Madre del que toma patrón y
referencia en su sinuoso trazado.
Es el
Arroyo de la Madre arteria vital del Forestal, pues gracias a él trasportan las
distintas especies los nutrientes necesarios para su vida. Por ello me paró en
su análisis, aunque no vea sino el canal arenoso por el que hace casi cuatro
décadas corría agua abundante y en el que ahora fructifican especies que fundan
su existencia en filtrados cloacales.
Levanto
la vista y me fijo en los árboles que ya dije flanqueaban el camino. La mayoría
de ellos están tocados de una muerte que aflora en sus ápices y ramas más altas,
semejantes, en su forma, a sombrillas sin tela que dan una nota fantasmal al
camino; otros muestran sus heridas de color marrón en la punta de las hojas incompatibles
con el verdor de su clorofila; otros son víctimas de la hiedra asesina que poco
a poco les fagocitará; todos calzan sus raíces de un mar de gramíneas, posibles
cómplices de despreocupados ignorantes o malvados pirómanos.
De sus
copas, otra hora altavoces de mil melodías, apenas si llega el martilleo de un
pico pica pinos, certificando, en su afán alimenticio, la muerte del árbol. Un
poco más allá quizás oiga algún mirlo o algún gorrión que viniera huyendo del
calor; quizás también vea el paso ágil de la andarina lavandera. Más allá, en
el Senderillo de los Conejos, pudiera ser que alertara los pasos inocentes de
esos animalillos inocentes. Pero todo
ello no será sino casual, efímero.
Al fondo, donde el sinuoso camino
reaparece de su interrumpida perspectiva, veo un puente estudiadamente
ornamental, improcedente de un ámbito medioambiental natural, maltratado por el
tiempo, los vándalos y la dejación de las autoridades que recibieron la
responsabilidad de su cuidado. Su naturaleza de madera, muestra las cicatrices
palmarias de una sociedad que vive a espaldas a ese trocito de mundo que podría
indicar cual es el lugar de los humanos en su entorno, pero que por vanidad,
por soberbia y por egoísmo pretendemos desautorizar y reinventar.
Qué pena que esta escuela de vida
vaya a sustituirse, tarde o temprano, por un mausoleo.