domingo, 13 de enero de 2008

Carretera

Aún quedan carreteras en Castilla, y en muchos otros sitios de los que en ésta crónica no voy a hablar, de las llamadas locales, que serpentean entre lomas y cortantes, atraviesan arroyos paupérrimos de aguas cristalinas o caudalosos ríos de aguas pintadas de tierra, huertas frescas de dulces aromas o eriales casi yermos, bosques frondosos de altos pinos o plácidas dehesas donde rumia el toro de lidia. Sí, aún quedan. Escondidas, solitarias, serenas.
Ellas son mis favoritas y no las que te llevan o te traen, ni las que te definen un camino a seguir, ni las que te abstraen del entorno, ni las que te hacen el viaje más corto, sin complicaciones, a base de carriles, viaductos, peajes y otras lindezas del desarrollo de infraestructuras.
No, las carreteras que yo digo son una pincelada más del paisaje en el que te mecen con sus curvas, son las que te susurra con sonido de grava, son las que coquetean con sus claros y sombras, las que te sorprenden tras una curva, las que te hacen vivir la carretera con sensibilidad de artista, de filósofo.
Algunas decoradas con olmos alegres y vistosos en verano, tristes y arropados de paisaje en invierno; olmos festivos que en primavera lanzan al viajero confeti blanco, sedoso, voluble; olmos tristes en otoño que envían notas de despedidas ásperas, pesadas; en el día, proyección de un “allá”, en la noche, arropadores en la conciliación íntima del entorno más inmediato.
Carreteras, caminos de viajeros, caminos vivos.