miércoles, 21 de marzo de 2007

Serranía de Ronda



Casi siempre me pillan las excursiones a contra pié, soy así de borrico, pues, ocurriéndoseme los destinos de improviso, no voy todo lo documentalmente preparado que debiera ir, y es con posterioridad cuando, con conocimiento de causa, me tengo que tirar de los pelos por no haber visto esto o aquello, por no haber ido por acá o por acullá. Esta vez para mayor impostura, por pillarme me pilló hasta sin cámara fotográfica. Pero como me he comprometido a hacer relatos fieles de mis correrías, no voy a hacer trampas dejando para más adelante la crónica cuando yo esté más instruido y el viaje más planificado.
Y fuere así que paseando por Marbella, viendo lo que durante veinte años tengo el gusto de ver (ya que en ese pueblo tengo cubículo donde holgar mis huesos cuando las fatigas madrileñas empiezan a poder conmigo), decidí, en este mes de septiembre del año dos mil seis, volver a dar un paseo, automovilístico se entiende, por la sierra. Es decir a quemar gasolina pues más que visitar pueblos o ciudades, pretendía disfrutar de paisajes añejos (unas temperaturas más que benignas me permitieron descapotar mi coche, cosa que me une al entorno de forma prodigiosa), y conducir por aquellas carreteras de sierra llenas de historia y romanticismo.

Que la imagen asociada a Málaga sea la playa, el calor, el pescaito frito y otra serie de lindezas por el estilo, es una carga, a veces excesiva, que la gente de costa tuvo que pagar, y aún tiene, para que pudieran salir adelante los españolitos de los años del hambre y con el tiempo pudieran comprar frigoríficos, televisores y Seiscientos.
Como los guiris son bastante más listos que nosotros, nos tienen arrinconados contra el mar, acodados en el chiringuito playero, mirando de reojo las prójimas de allende los pirineos (que realmente son de Betanzos), mientras ellos se jartan a buscar lugares que no estén demasiado desnaturalizados. Porque voto a tal, que para viajeros, viajeros, como los herejes anglicanos o calvinistas, ninguno (Dios mío, tengo que dejar de leer “El Capitán Alatriste”).
Se me ocurrió, por tanto, ir a pasar el día en Casares, pueblo que no conocía, bruto de mí, y que una vez conocido, me ha dejado un gratísimo recuerdo. Un pueblo más de aquellos que se separan del mar mostrando otros valores que en nada se parecen a aquellos del litoral que domeñan su naturaleza en pragmática dedicación a su supervivencia. No quiero criticar a esos pueblos castigados, algunos, Marbella por ejemplo, ha luchado denodadamente con desigual contrincante, para conservar algo de su tipismo, aunque poco a poco va perdiendo la titánica lucha.
El primer tramo que hice, Marbella – Manilva, lo hice por autopista, no es obligatorio y los cuarenta y tres kilómetros no salen baratos, pero siempre es mejor que ir por la costa, por una carretera nacional totalmente sobresaturada de coches, autobuses y camiones de reparto, abarrotada de incorporaciones y que no permite disfrutar de ese paisaje que si no tuvieses que estar con cien mil ojos y se pudiese apreciar sería muy bonito. Al menos en la autopista te libras de empezar la excursión agotado por el estrés y puede empezar a campear la imaginación flotando por cercanos senderos que más que probablemente serían utilizados por los contrabandistas del siglo XIX, para hacer el camino Gibraltar - Marbella.
En la salida de Manilva, pueblo al que no hay que entrar, me desvié hacia Casares, origen de mi pensamiento primigenio. Camino lento, sinuoso, recreativo en la vista y en el entorno, más que en la propia conducción. Rápidamente, según te vas separando del Mediterráneo, el tráfico va disminuyendo y dejan de aparecer a tu alrededor gente extraña, desubicada de su entorno, en beneficio de los lugareños, industriales y algún que otro chalao o guiri como yo.
Así, entre curvas y barrancos, con monte bajo y pedregoso, llegue a Casares, pueblo muy bello, con tan especial configuración que merece la pena pasear por sus callejuelas, cosa no muy cómoda pues, por ser un nido de águilas, las cuestas son muchas, y empinadas, y del coche te puedes olvidar en las afueras del pueblo.
Es Casares, como ya he dicho, un nido de águilas, enclavado en lo más alto de todo lo circundante y amurallado por abundamiento, en garantía de piel, pelliza y parienta, que de la codicia berberisca, pirata, turca e incluso inglesa y francesa, que para todos éramos hueso al que intentar roer, cuando aún valía la pena hacerlo, había que proteger. Grandes balcones te muestran el llano e incluso el mar; calles angostas, como la tradición berberisca así lo exige, desembocan en plazas y rincones donde la sombra del sol, o la del candil, son parte integrante de la fisonomía del pueblo. Sólo en Toledo he visto escenario que cobije, con tal dedicación, por igual a la anciana y al espadachín, al Sr. cura y a la mora, al niño y al borracho. Allí estaba Toledo, eso sí pintado de blanco.
El pueblo tiene mucho que ver y mucho que sudar por sus cuestas. Blas Infante, llamado padre de la patria andaluza, nació allí el día 5 de julio de 1885, museos, casas de la villa, etc, dan que hacer al visitante agasajado con la individualidad con que te reviste todo pueblo con una aglomeración turística de baja agresión . Subir a lo alto del castillo puede ser prueba dura de la que te recompensa una vista amplísima que evoca la inmutabilidad de la vida rural cuando no es profanada por la marabunta humana. Una Iglesia centenaria y un cementerio con vistas al horizonte coronan el pueblo.
Salí del pueblo y me dirigí a Gaucín con el mismo placer que hasta aquí había traído. Y he aquí por lo que al principio del relato me comparaba con cualquier acémila de las que ya, por desgracia, no se ven por los caminos de nuestro país.
Gaucín es un pueblo cuya fama y compostura era famosa ya en los siglos XVIII y XIX, pues no sólo pertenecía al camino utilizado por los viajeros de la época, sino que, además, era parada y fonda en el que descansar las maltrechas posaderas en su camino desde Gibraltar a Ronda. Pero ya ven ustedes que ni la guía de viaje de W. Irving, ni los dibujos de David Roberts, ni tantos y tantos relatos escritos y hablados, habían llegado a mis entendederas hasta que pase por Ronda y, allí, en una vulgar gasolinera adquirí un libro (Viajeros del XIX cabalgan por la Serranía de Ronda, de Antonio Garrido Domínguez) que abrió mis escasas entendederas a un mundo que jure, allí mismo, disfrutar en un tiempo en el que estuviese más documentado. Pero ni aún había llegado al momento del encuentro literario, ni ha llegado el momento de realizar el nuevo proyecto.
Sobre Gaucín nada puedo decir, tonto de mí, ni siquiera me baje del coche. Una cosa me causo sensación y es que estaba lleno de ingleses asentados, con sus negocios y con sus quehaceres. Tanto es así que al preguntarle a un lugareño por un sitio para comer, me aconsejo saliese del pueblo y entorno a la gasolinera encontraría posibilidad de comer algo cristiano, en un hotel, en la propia gasolinera u otro lugar de sustento pegado al hotel. A este último lugar me dirigí, comedor humilde, acogedor y limpio que me sirvió un salmorejo del que aún me estoy relamiendo.
Se iba haciendo tarde pero decidimos por admiración de aquella serranía seguir camino hacia Ronda (A-369), y ello me descubrió una sierra aún más bella de la que hasta el momento llevaba. Curvas a modo de balcones, nos iban mostrando grandes paisajes sin límites, umbrales boscosos y monte abrupto. Y al final Ronda. Una perla en la serranía. Belleza, historia, arte y cultura. De Ronda nada se debe decir, a Ronda hay que ir. Ronda es mucha Ronda como para que yo pueda decir ni “mú”.

Volver a Marbella por la carretera A-379 es otra bendición, bajar de la serranía al mar en un camino serrano, pero de muy buen firme que no crea inconveniente para aquellos que nos sentimos cómodos en este tipo de carreteras. No solamente te trasladas en el espacio, sino que también lo haces culturalmente, pues pasas de una sociedad rural-provinciana a la vorágine que el litoral impone a los suyos; ya sabéis esa vorágine de la que todo madrileño de pro dice “ni contigo, ni sin ti”.

jueves, 15 de marzo de 2007

Nidos de muerte



Cuando se sale de Villaviciosa de Odón por la M-501, salimos definitivamente del mundo urbano de Madrid. Es por tanto una de sus puertas, sucesora de aquellas tan famosas en este país, y fuera de él, como la de Alcalá o la de Sol, o aquellas que lo son menos como la de Lauapiog (Lavapiés), la de los Poços de la Nieue o la de la Vecva, alguna inclusoo queda emparentada con esta hipotética de Villaviciosa como la Puerta de la Pvuente que salía de la ciudad por la calle Segovia para tomar el camino de Móstoles. Puertas que tan hermosamente fueron descritas en planos topográficos, obras literarias, lienzos pictóricos.
Esta puerta, que ahora bautizo como La Puerta de los Pantanos, se ubica exactamente en la rotonda que gestiona el cruce de la carretera M-856 con la M-501 y debería de ser tratada con la sensibilidad que se merece, siendo engalanada como su posición exige, la cual es patente pues se terminan definitivamente los núcleos industriales, las grandes carreteras, las rotondas, las pasarelas de cruce, los grandes núcleos urbanos; para dar paso a los cotos de caza, las dehesas, los campos de cultivo, las reservas naturales.
Este límite de hábitat tan tajante, a mí, además de admiración me producen un poquito de aprensión, pues yo, que soy urbanitas –vivo en Villaviciosa de Odón a la que considero un barrio de Madrid, el último geográficamente- lo percibo con la misma sensación que la que me producen las películas de ciencia ficción cuando contraponen un mundo, el propio, encerrado en una burbuja esterilizada, con otro exterior, natural, peligroso, desconocido, primitivo; esas películas en las que un joven rebelde huye, con la joven sumisa, del mundo ideal, alineado.
Salí, como tantas veces, a explorar aquel mundo ajeno, salí como salen los viajeros que realmente lo son, aquellos que portan como bagaje imprescindible la imaginación. Salí sin intención de llegar, sino con intención de estar, de fundirme en aquel entorno medio de sierra medio de valle, medio de luz medio de sombra; haciendo de la excursión el único protagonista de aquel momento. Coche descapotado, música de Paul Simon, …: aventura de una mañana de domingo.
Cruzo mi Puerta de los Pantanos tomando la carretera M-501 y, después de cruzar el puente que salva el río Guadarrama, me desvío hacia Brunete en el kilómetro 17 (ojo, porque, una vez abandonada la carretera general, en lugar de seguir al pueblo por la derecha, sigo recto en dirección a Navalcarnero - El Escorial hasta la rotonda, donde, ahora sí, tomo la desviación de Brunete-El Escorial (salida de la derecha).
Allí estaba, aquel volumen siniestro que hacia tiempo había llamado mi atención pero al que nunca había querido acercarme; aquel volumen que aún siendo tan notorio (existen muchos otros ocultos en las inmediaciones, en cotos privados, entre bosques o vaguadas de esa zona de Madrid), no dejó de sobresaltarme. Pequeño, gris, arrinconado junto al cercado de un chalet. Es algo que desentona de su entorno, como si fuese la otra cara de la moneda, el pájaro de mal agüero, el médium pétreo de la necromancia: es un nido de ametralladoras de la Guerra Civil Española, es un nido de muerte.
Siguiendo por esa carretera, la M-6000 dirección al Escorial, en el kilómetro 33, hay otros tres. Incluso más grandes. En ellos te puedes meter, sentir el hacinamiento, el miedo, la perplejidad, la angustia de personas que estaban allí porque allí las habían obligado a estar; lejos de los desfiles, flores, monumentos, vítores, risas y toda esa tramoya con la que los políticos, en connivencia con los militares, tapan la agonía de los hombres como yo, hombres de ahí abajo.

Allí podrás ver lo que otros vieron y algunos no tuvieron tiempo para recordar. Allí quedarás preñado de memoria histórica o de hitos nacionalistas. Yo me quedo con las lágrimas de la madre por el hijo que no vuelve, del hijo que no puede recordar, y ello le mortifica, el olor de su novia, de la novia que ve vacío el hueco de sus abrazos.
Los caminos son así, unos llenos de optimismo, otros de pesimismo, todos de vivencias.
Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.
Antonio Machado