miércoles, 18 de junio de 2014

El Rey, el Jefe del Estado y la madre que los pario

¡Cuánto se escribe, reescribe y vuelta a escribir! ¡Por favor!: cuanto listo hay en este país y cuanta peña que nos mete cada vez más en la mierda. Si, además, los disertadores sustituyen su apoyo académico con un larguísimo título universitario, ya es la hostia; se creen que hay que creérselo obligatoriamente. 

Lo que sí está demostrado es que «en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta». El debate monarquía versus república es algo absolutamente intrascendental. La monarquía es un anacronismo, que por su propia existencia desaparecerá salvo que asuma una utilidad novedosa, singular y práctica, que en principio no lo ha demostrado ante la sociedad. Luego, es un debate fútil. El tema, lo sencillo, está en quién y para qué existe la figura del Jefe de Estado. Es decir la estructuración de nuestra gobernanza, y eso es algo que ha de establecerse en la Constitución.

El artículo 92 de la constitución, que esgrime Izquierda Unida para promover un referendum, además de haberse utilizado con una interpretación un tanto atrevida, nos circunscribe a la figura del jefe del Estado. ¿Es ese nuestro problema?. Esgrime también la nula participación de los menores de cincuenta y cuatro años en la creación de esta figura, que ahora se ven comprometida con ella; ¡bien! ¿qué pasará con los menores de ciento ocho cuando proceda su planteamiento?

No me interesa el debate Monarquía vrs. República, me interesa el debate sobre la actualización constitucional. Modificación que será remendista si solamente se centra en la figura del Jefe del Estado. Creo que necesitamos un saneamiento en profundidad del texto de 1978, sereno, objetivo y conciliador; donde se hable de república, monarquía transitoria, o de la madre que los parió a todos; de revisión de la coexistencia de los tres poderes (por que no se pueden unir los poderes ejecutivo y legislativo); donde se hable de federalismo, autonomías o estado centralizado; donde se establezcan cauces de consulta a la ciudadanía, o sigamos con la manipulación representativa; dónde se hable de protección institucional de valores fundamentales, pero también de la forma prudente de actualizarlos.

Debemos de progresar, no quedarnos en banderas y mensajes, vuelvo a decir, anacrónicos. A quien le interesa que la bandera sea roja y gualda o tricolor; al final no son más que telas manchadas de sangre, pabellones de distintas voluntades impositivas a disidentes. A quien le importan las fronteras, nada más que a los señoritos que desde la Edad Media feudal atesoraban terrenos y pecheros, reconvertidos ahora en patriotas y tributarios garantistas de la ... bla, bla, bla, bla. 

¿Está el problema en la bolla que emerge, en la cadena que la une al fondo, o en el ancla que la sujeta?. Cambiemos el ancla, construyamos un Estado asentado en la ciudadanía y, seguro, que todos los anacronismos se caeran como bolas de plono encima de una nube.

Las reglas del juego hay que hacerlas para todos, no para clases privilegiadas. Esa es nuestra lucha, no perdernos en la mensajería populistas.

lunes, 16 de junio de 2014

Una por una es una ...


Dos por una, dos; dos por dos, cuatro… A mi lado la mujer recitaba, inconscientemente, la tabla de multiplicar con un soniquete lírico propio de aquella época. Era maestra y, claro, esas cosas ..., ya se sabe. Yo la miraba. Estábamos muy juntos en aquel gran, pero sobreocupado, ascensor de hospital público. 

Tres por dos, seis; tres por tres, nueve… Ella estaba postrada en la camilla que yo asía con mi mano. ¡Mi mano!, no sé si la tenía sucia, ni sé si la tenía limpia, no sé. Realmente no importaba, todo allí estaba sucio. Olía a orines no retenidos, quizás a heces, a sangre. Sangre encostrada en su cara, en sus brazos, en sus manos; en la sábana que la cubría, en el gurruño de ropa que a sus pies, alguien poco escrupuloso, o muy habituado, había dejado.

Cuatro por tres, doce; cuatro por cuatro, dieciséis... Alguien, no me acuerdo quien, me puso su mano en el hombro. Miré a no sé quien. El o ella miraba a la mujer con aire muy triste, muy preocupado. La mujer miraba, sin ver, al camillero, el camillero me miraba a mí. Círculo de miradas que encerraba todo un mundo. El único mundo existente.

Cinco por cuatro, veinte; cinco por cinco, veinticinco... Todo transcurría muy despacio. El ascensor no parecía llegar nunca, como si estuviésemos subiendo a un cuadragésimo piso en una ciudad cuya torre más alta, por aquel entonces, tenía treinta y siete. Quizás todos estuviésemos subiendo al cielo ese cielo en el que yo empezaba a dejar de creer. Momentos antes todo había sido completamente distinto, todo fue rapidez, velocidad. Encubiertos por la noche y por la lluvia, todo, semáforos, focos de coches, escaparates, pasaronn en estela. ¡Semáforos!. Semáforos en rojo obviados, ocultos tras la luces de la ambulancia, tras la alarma de la esperanza; esa que nunca se pierde pero siempre desaparece. De hospital en hospital. "Este hospital no le pertenece, no la podemos atender aquí, vayan a …"; "en este hospital no tenemos equipamiento suficiente vayan a …" Fuimos, y fuimos, y fuimos. A toda velocidad, en el coche, en las arterias de nuestro cuerpo, en nuestra mente, en nuestra angustia.

Seis por cinco, treinta; seis por seis, treinta y seis... La luz del ascensor era muy blanca, y el recubrimiento muy metálico, y la sábana muy blanca y la camilla muy metálica, y la bata del camillero muy blanca, tan blanca como la cara de aquella mujer, tan blanca como mi mente en aquel momento.

Siete por seis, cuarenta y dos; siete por siete cuarenta y nueve... ¿Existía una lógica?, ¿existía una razón?, ¿existían las probabilidades?, no, no existían. Tampoco existía Dios. Yo estaba solo en aquel ascensor, dudo incluso que estuviese la mujer, que olía ya a muerte. ¡Muerte!. La misma que un año antes había venido de visita a mi casa y se llevó al hombre. La muerte que volvía. La muerte siempre vuelve.

Ocho por ocho, sesenta y cuatro; ocho por nueve, setenta y dos... Me volví hacia mis recuerdos. Recuerdos de sonrisas, de besos, de abrazos; y de riñas, y de tirones de flequillo. Olor a colonia, a jazmín, a limpio; y a guisos, a fresas y castañas asadas. Ruido de tacones contra la acera y, como no, más de un piropo. Y lágrimas; sí, también lágrimas. Las mujeres son mucho de llorar. Recuerdos de una mujer aún viva, de mujer de los años sesenta.

Nueve por nueve, ochenta y uno; nueve por diez, noventa... Que distintos a los recuerdos de hombre; bromas, recomendaciones atrevidas, varoniles, competitivas. Ausencias, presencias y ausencias. Traje, de chaqueta y portafolios, de caza y arma bajo el brazo, seducción varonil. Olor a gasolina, a sangre o a colonia cara, ¡ah!, y por supuesto  a tabaco. Sí, Winston. "Bájate a por dos cajetillas hijo y cómprate un sobre de soldaditos, ¡anda!". También se sabe que los hombres somos mucho de hacer llorar. Recuerdos de hombre ya muerto.

Cien por una, cien... Suena un timbre, como un clarín, como una sirena, como una petardo. Las puertas del ascensor se abren. El camillero sin previo aviso empuja la camilla fuera y yo me siento impulsado por el brusco movimiento, por el brusco timbrazo, impelido hacia fuera del elevador, de mi propia abstracción. Me falta aire, me sobra miedo.  "De aquí no pueden pasar. Esperen aquí". "Adiós mamá. Te quiero". O quizás, no. Quizás no dije nada y mi silencio se perdió en la eternidad.