lunes, 16 de junio de 2014

Una por una es una ...


Dos por una, dos; dos por dos, cuatro… A mi lado la mujer recitaba, inconscientemente, la tabla de multiplicar con un soniquete lírico propio de aquella época. Era maestra y, claro, esas cosas ..., ya se sabe. Yo la miraba. Estábamos muy juntos en aquel gran, pero sobreocupado, ascensor de hospital público. 

Tres por dos, seis; tres por tres, nueve… Ella estaba postrada en la camilla que yo asía con mi mano. ¡Mi mano!, no sé si la tenía sucia, ni sé si la tenía limpia, no sé. Realmente no importaba, todo allí estaba sucio. Olía a orines no retenidos, quizás a heces, a sangre. Sangre encostrada en su cara, en sus brazos, en sus manos; en la sábana que la cubría, en el gurruño de ropa que a sus pies, alguien poco escrupuloso, o muy habituado, había dejado.

Cuatro por tres, doce; cuatro por cuatro, dieciséis... Alguien, no me acuerdo quien, me puso su mano en el hombro. Miré a no sé quien. El o ella miraba a la mujer con aire muy triste, muy preocupado. La mujer miraba, sin ver, al camillero, el camillero me miraba a mí. Círculo de miradas que encerraba todo un mundo. El único mundo existente.

Cinco por cuatro, veinte; cinco por cinco, veinticinco... Todo transcurría muy despacio. El ascensor no parecía llegar nunca, como si estuviésemos subiendo a un cuadragésimo piso en una ciudad cuya torre más alta, por aquel entonces, tenía treinta y siete. Quizás todos estuviésemos subiendo al cielo ese cielo en el que yo empezaba a dejar de creer. Momentos antes todo había sido completamente distinto, todo fue rapidez, velocidad. Encubiertos por la noche y por la lluvia, todo, semáforos, focos de coches, escaparates, pasaronn en estela. ¡Semáforos!. Semáforos en rojo obviados, ocultos tras la luces de la ambulancia, tras la alarma de la esperanza; esa que nunca se pierde pero siempre desaparece. De hospital en hospital. "Este hospital no le pertenece, no la podemos atender aquí, vayan a …"; "en este hospital no tenemos equipamiento suficiente vayan a …" Fuimos, y fuimos, y fuimos. A toda velocidad, en el coche, en las arterias de nuestro cuerpo, en nuestra mente, en nuestra angustia.

Seis por cinco, treinta; seis por seis, treinta y seis... La luz del ascensor era muy blanca, y el recubrimiento muy metálico, y la sábana muy blanca y la camilla muy metálica, y la bata del camillero muy blanca, tan blanca como la cara de aquella mujer, tan blanca como mi mente en aquel momento.

Siete por seis, cuarenta y dos; siete por siete cuarenta y nueve... ¿Existía una lógica?, ¿existía una razón?, ¿existían las probabilidades?, no, no existían. Tampoco existía Dios. Yo estaba solo en aquel ascensor, dudo incluso que estuviese la mujer, que olía ya a muerte. ¡Muerte!. La misma que un año antes había venido de visita a mi casa y se llevó al hombre. La muerte que volvía. La muerte siempre vuelve.

Ocho por ocho, sesenta y cuatro; ocho por nueve, setenta y dos... Me volví hacia mis recuerdos. Recuerdos de sonrisas, de besos, de abrazos; y de riñas, y de tirones de flequillo. Olor a colonia, a jazmín, a limpio; y a guisos, a fresas y castañas asadas. Ruido de tacones contra la acera y, como no, más de un piropo. Y lágrimas; sí, también lágrimas. Las mujeres son mucho de llorar. Recuerdos de una mujer aún viva, de mujer de los años sesenta.

Nueve por nueve, ochenta y uno; nueve por diez, noventa... Que distintos a los recuerdos de hombre; bromas, recomendaciones atrevidas, varoniles, competitivas. Ausencias, presencias y ausencias. Traje, de chaqueta y portafolios, de caza y arma bajo el brazo, seducción varonil. Olor a gasolina, a sangre o a colonia cara, ¡ah!, y por supuesto  a tabaco. Sí, Winston. "Bájate a por dos cajetillas hijo y cómprate un sobre de soldaditos, ¡anda!". También se sabe que los hombres somos mucho de hacer llorar. Recuerdos de hombre ya muerto.

Cien por una, cien... Suena un timbre, como un clarín, como una sirena, como una petardo. Las puertas del ascensor se abren. El camillero sin previo aviso empuja la camilla fuera y yo me siento impulsado por el brusco movimiento, por el brusco timbrazo, impelido hacia fuera del elevador, de mi propia abstracción. Me falta aire, me sobra miedo.  "De aquí no pueden pasar. Esperen aquí". "Adiós mamá. Te quiero". O quizás, no. Quizás no dije nada y mi silencio se perdió en la eternidad.