lunes, 15 de septiembre de 2008

El faro



¡Es mentira!. Es mentira que un faro señale el rumbo a seguir. Todo lo contrario, lo que señala es el lugar hacia donde no tienes que cerrar tu demora, porque está él y eso, per se, excluye tu presencia si tienes la manía de pretender que tus huesos se mantengan en su sitio. Por eso, quizás, a mí me gusten los faros.

Faro es un tipo muy vanidoso y mucho más aún bravucón; además, si nació en el norte mirando el océano, tiene un guiño a cuento de Poe. Pero yo, claro está, soy un romántico, y tiño con mi imaginación cuanto me rodea. Mucho más cuanto más lo desconozco.

A Faro le gustan los lugares altos, desde donde ver al resto de las criaturas de forma cenital. Le gusta retar al vértigo, pelearse con las olas y con los frentes, dejando muy claro que no existe fuerza capaz de hacerle retroceder un paso. Se ríe de la noche a la que ilumina y de la niebla a la que grita. Se siente deseado, por los que están allí, en el mar, y respetado por los que quedan aquí, en la tierra.

Los envidiosos de su fuerza y mañas, relegaron a Faro al rincón más lejano, más abrupto de todos los que encontraron. No sé, quizás por temor a que tan implacable fortaleza, su grandiosidad, su seguridad en sí mismo, reflejase lo fútil de sus paupérrimas personalidades. Allá lejos, sufrió la desafección de los apocados, de los débiles.

Y allí se encontró con Farero.

Farero es otro solitario, pero este vocacional. Marino sin mar, sin cabotaje y sin sextante, que las noches de luna llena, gusta de salir al balcón de la linterna y mirar el horizonte, empapándose en sal, empapándose de estrellas, empapándose de sueños en los que se le representa todo aquello que pudo ser, pero nunca será. Marino sin alma.

Taciturno, huraño, bajará la angosta escalera de caracol. Eterna escalera mellada por el paso del tiempo, que le aleja de aquella sal, de aquellas estrellas, del viento de poniente, de la bronca voz del mar cuando rompe en el acantilado. La casa, su casa, le devolverá a su mundo. Mundo de soledad, de libros releídos, de maquetas de barcos rehechas, de manuales manoseados, de cuadernillos de crucigramas, de cartas inacabadas a una mujer; cartas como él, sin alma. Una bombilla de sesenta vatios ilumina la estancia, camarote embarrancado que huele a mar y está en tierra. Encima de la mesa una emisora y un tablero de ajedrez sin fichas negras, ¿o son las blancas las que faltan?, son un puente hacia otro mundo, una sonda profunda, abisal.

El tercero en discordia, siempre cuando hay una discordia hay un tercero, es Lumbreras. Lumbreras es un trepa. Ya sabes, joven, agresivo, ejecutivo. Lumbreras no vence, convence. Expone con locuaz empatía lo bueno y lo malo, el progreso y la caducidad, pero siempre, y en eso se parecía a Faro, vanidoso como el que más. Se diferencia de Faro en que no es capaz de soñar, ni de pelearse, ni de chillarle a la niebla, ni de ponerle pecho a la rompiente. Además no para quieto, todo lo sabe y todo lo quiere. Pero sobre todo es envidioso.

Así que pasó lo que tenía que pasar. Las oposiciones a farero se extinguieron hace muchísimos años, creo recordar que hace veinticinco años de aquello, pero su muerte paso inadvertida para las personas que apenas sabían de su existencia, o vieron como algo natural el trueque por una computadora de uno de los personajes más románticos de los veinticinco siglos que compartió espacio con piratas, almirantes, náufragos, contrabandistas, sirenas y … , soñadores. Veinticinco siglos de sentirse observados con fruición, con desesperación, con recelo, acabaron gracias a Lumbreras que cambio faros por linternas, fareros por computadoras. Y ganó.

Nadie sabe si es que, en el primer faro que se construyó, metieron a un farero para que cuidara de la llama preventiva, e hiciera así servicio a la comunidad; o sea de mejor acierto pensar que, teniendo a mano un farero, hubieron de hacerle un faro para que, al menos, sirviera para algo semejante personaje. Fuere lo que fuese, aquella simbiosis murió a manos de un ser poco escrupuloso, incapaz de pensar que las olas hay que romperlas con el pecho, la oscuridad con un destello y la vida releyendo un viejo libro o mirando, cuando hay buena luna, a la mar.