miércoles, 2 de julio de 2008

Kyra

Nadie sabe lo que es perder a su perro hasta que no lo ha vivido. Incluso hay algunos que te acusan de mojigato. Pobres imbéciles que le dan un valor pragmático a los sentimientos cuando de sentimientos sólo entiende el corazón; y ese corazón es el que te hace ser un ser humano.

Yo lloré, amigo mío, yo lloré; y creo que en cada lágrima que me resbalaba por el rostro por aquel animal, por mi perra, demostraba que era mejor persona que otros que vestían una sonrisa irónica.

Recuerdo aquel Viernes Santo de 1998, recuerdo como acariciaba el cuerpo de Kyra que se había escondido de la Muerte en un rincón del jardín, dónde nunca calienta el sol al que ella se abandonaba, dónde núnca se posan las palomas que gustaba perseguir. Allí la encontré tumbada, con una respiración fuerte, sin moverse. Y yo la acaricié mientras la hablaba de nuestras cosas: de campos de espigas tiernas, de cielos azules, de ríos fríos, de la niebla y el olor a jara. Y yo la acariciaba mientras mis ojos se nublaban, mis manos temblaban y sentía poco a poco su respiración más fuerte, o más debil no lo sé, pero sentía que moría mientras ella sentía que yo la acariciaba, que la acompañaba en aquel paseo, el paseo.

Y algunas veces, cuando las espigas estan tiernas, cuando el cielo de Castilla está despejado, cuando huelo a jara, miro a mi lado y mi recuerdo acaricia su lomo. Y ahora mismo, amigo mío, estoy llorando, porque la sigo acariciando. Porque las lágrimas vertidas por un ser querido, son caricias que se hacen con el alma.