jueves, 7 de abril de 2011

La España mandinga

Cada uno tiene su propia intencionalidad a la hora de asumir responsabilidades políticas, esas responsabilidades que no te convierten en político pero que sí te hacen actor, aunque sea en papel secundario, de un proyecto ideológico o de gestión.


Yo sólo contemplo la gestión desde la perspectiva de mantenimiento y progresión de las infraestructuras que son la estructura organizativa de la ciudadanía local. Pero la esencia de la actuación política esta en hacer progresar inexorablemente el marco de interrelación individual constituida en tejido asociativo de la comunidad.

¿Luchar por que los pasos de cebra estén más o menos pintados, por que los jardines estén pulcramente arreglados, por que todas las farolas funcionen correctamente es solucionar los problemas de un asentamiento? Es indudable que es necesario, ¿pero se puede decir, como dicen los liberales, que es suficiente?

Creo que no. La sociedad, tiene que darse objetivos a cumplir que la impulsen hacia una progresión social que la permita cumplir, de una forma responsable y adecuada, con el papel que así misma se ha dado de gobierno de la naturaleza, de la vida en el planeta. Esa sociedad está creada por conurbanización de múltiples entes sociales más pequeños y organizados en asentamientos humanos, los municipios, que la mayoría vienen a llamar pueblos o ciudades.

Y eh aquí uno de los problema que conforma la España mandinga, cuando un municipio deja de tener un carácter acumulativo de recursos, la necesidad del fortalecimiento mediante la unidad de los individuos para conseguir unos objetivos precisos que involucran a toda la sociedad, para convertirse en pueblo, y enterrar su fin objetivo y científico, con una masa romántica de ilusiones subjetivas.

Sí, así tenemos la España mandinga, formada mediante la suma de todos los pueblos mandingas. El pueblo del chupinazo, el tamboril y los toros; del alcalde, del cura y del cabo de puesto; de los jóvenes matrimonios que, con sus camadas gritonas y uniformadas con ropa de marca, van a tomarse el aperitivo del domingo a la una, tras la misa en Santiago. El pueblo de las banderitas en los retrovisores del coche, del periódico a medio camino entre conservador y liberal; de las rivalidades entre ciudadanos, entre pueblos y entre regiones; el del estatus social, el de la caridad cristiana y las asociaciones pías. ¡El puto pueblo mandinga!.

Miro a otras sociedades, algunas en municipios ibéricos y las envidio. Las envidio y me marco como objetivo político aportar mi trabajo al impulso de llegar al nivel de esos asentamientos. Esos municipios que constituyen el motor real de Europa, que es el motor del mundo. Desterrar del mío la rémora de una sociedad casposa, cutre, anacrónica dónde lo importante es el lucimiento personal basado en la parafernalia fetichista de las marcas, del consumo y de la gestión municipal para mantener un escenario digno a su modista o modisto, a su peluquero y a su coche.

Visto desde esta perspectiva, no puedo dejar de ver el 2 de mayo como efemérides de una derrota de la que no somos capaces de rehacernos, y al “Pequeño Cabrón” como un estúpido engreído que no quiso ver la personalidad de los españoles y prefirió sentir el filo de nuestras navajas. Pero, como él, quiero participar en pintar municipios, no en pintar pasos de cebra.