miércoles, 13 de abril de 2011

El Cornetín

Son las ocho horas en punto de la mañana. Estoy sentado desde hace media hora ante mi ordenador, a medio camino entre la ojeada a la prensa digital y las primeras acciones para empezar a despachar las tareas en las que he trabajar. Comienza mi jornada de trabajo de hoy, que no es sino un día cualquiera de los tantos días laborales que he llevado, y llevaré, a mis espaldas.

Con las ventanas abiertas, intentando ventilar la oficina para librarla de la atmósfera viciada que se ha asentado durante la noche, oigo la corneta del cuartel que está en la Plaza de La Cibeles. El toque metálico que ha permanecido inalterable durante décadas, durante lustros, apenas si se deja oír sobre el ruido del tráfico, pero se muestra desafiante en su anacronismo con respecto a la escena vertiginosa, trepidante, un tanto soberbia, de la actividad ciudadana que se desarrolla a su alrededor.

Esa corneta muestra una España que no es la mía; es la España de superstición e intolerancia, la España que huele a naftalina y a enagua de vieja; a incienso y cera quemada; a banderita, “caídos por Dios y la Patria”, honor del macho y rigor de la hembra.

Esa corneta inadecuada en la lucha contra los incendios gallegos, inadecuada en el reparto de alimentos en Haití, inadecuada en la pacificación de Libia o Servia, inadecuada en el marco asesor en Sudamérica, inadecuada en el rescate de siniestros en la alta montaña y en el profundo mar, en la protección y seguridad de las personas en costas remotas, se pinta retrograda y arrogante en la Plaza de la Cibeles de Madrid.

Soberbia me dice: ¡Estoy aquí!. Sí, yo y lo que represento. Bajo la pátina pigmentada a burdos brochazos de efectividad, de humanidad, de profesionalidad, ¡sigo aquí!. Seguimos juntos desde que nos conocimos cuando tú todavía eras un niño. Nunca dejaré que me olvides.