martes, 2 de septiembre de 2014

Mis libros


Somnoliento, abstraído en elucubraciones imaginativas, voy en el autobús junto a otros a los que no les llamaré compañeros, o si lo hago sólo lo son de traslado, que sin quererlo, ni ellos ni yo, me acompañan. Muchos se dejan llevar, ajenos a los que les rodea, leyendo en esos cacharritos electrónicos, en los que se reproduce un texto albergado en un archivo informático, que siendo cadena de ceros y unos, se tornan palabras como si de una máquina criptográfica se tratara. Lo llaman ebook, la mayoría sin saber lo que significa ni la “e” ni el “book” y otros, quizás los que en algo respetan el idioma con el que nacieron, “libro electrónico”.

Los hay, lectores hablo, que son capaces de desalojar toda su biblioteca porque, según les parece, es suficiente librería la que se halla en Internet, ellos la llaman “nube”, y cuando quieren, “bajan”, al aparatejo en cuestión, el archivo codificado que luego se trasformará en un presunto libro. También merecen mención los que retóricamente preguntan: “¿Es que no pone lo mismo, el libro de papel que el electrónico?

Todos ellos, o la mayoría, no son de menguada inteligencia o nula sensibilidad, que parece que la crítica lleva implícito el descrédito, y jamás pecaría de tamaña presunción, pues la opinión por ser contraria no ha de dejar de ser respetada.

El caso es que yo me eduqué a leer pertrechado de lápiz y diccionario, que ya es demasiada carga para llevarla de equipaje en el autobús, aunque, en este caso, si veo cumplido Internet para consulta al diccionario de nuestra Real Academia.  En los márgenes del libro apunto palabras ignoradas, señalo citas o apunto reflexiones. Así lo hicieron antes que yo mi padre y el padre de mi padre, siendo, per se, herramienta vehicular con mis antecesores estas notas y reflexiones, pues aún cuando a mi abuelo no conocí y a mi padre poco, sí los reconozco en estas notas y en los títulos que ellos, antes que yo, leyeron. Y así espero que mi hijo, hija o ambos, lo hagan, y lo repitan sus hijos, y así sucesivamente, estableciéndose una cadena superior a la del recuerdo óptico o sentimental, estableciéndose así, algo parecido a la inmortalidad.

No sólo eso. Un libro es un recuerdo que se prende en la historia personal del lector. Esa tarde de lectura en el banco de un parque en la que metió una hoja de roble, que por ser pequeñas son las más preciadas, o un trébol, o una humilde margarita. El pañuelo de bolsillo de una adolescente que, dentro de la adolescencia masculina, brillaba especialmente; el billete de metro de una capital de un país extranjero, o ese poema que la madre dejó prendido entre los de Bécquer. 

A mí me gustan los libros viejos porque cuentan una historia escrita y otra, u otras, intangibles. Hace tiempo, por ejemplo, me regalaron un libro de cuentos decimonónico en francés, menciono el idioma no por presunción, sino por lo que me costó leerlo. Ya digo que leí algunos de los cuentos pero, mientras lo hacía, mi imaginación vagaba por un escenario diferente, el de un dormitorio con olor espeso donde una niña, recostada en su lecho, enfermiza, pálida, tosía casi constantemente ante la angustia de su padre ya mayor, lector amoroso e incondicional de su bien más preciado que ocultaba sus lágrimas tras el libro como oculta quedaba la lluvia parisina tras las cortinas de la buhardilla en un suburvio de París. Y esa historia que surgió en mi imaginación era tan hermosa como las que estaba leyendo. Aquel volumen de naturaleza que mi abuelo conservaba, tesoro de algún naturista que, en su momento, vagó por campos y mares, aquellos volúmenes de la conquista del Polo Norte, mis historietas de Tintín que me habrieron el mundo de la imaginación; y otros más que, ahora, no vienen a cuento o que, viniendo, alargarían en exceso el relato.

Ya sé que todo es efímero, todo pasa, todo muere, nada es inviolable y nada es eterno ¿Por qué habría de serlo? Ya sé que el día a día nos mueve por viales vertiginosos, poco compatibles con sensiblerías empíricas, y que la imaginación no es rival para la competitividad de esta sociedad. Necesitamos progresar porque en el progreso está nuestro desarrollo. Pero a mí, en el rincón sombrío de mi modesta personalidad, sólo me queda ser un poco tahúr y guardarme un as en la manga: mis libros.