viernes, 7 de octubre de 2016

La charca


La humedad me calaba hasta los huesos, y en ellos encontraba cobijo el frío. No me importó, me encontraba donde quería estar: ante un mundo mágico, mi mundo mágico. Allí, todo lo que hacía un momento me rodeaba, era baladí: mi trabajo, mis miedos, mis prejuicios, mis reflexiones, mi activismo... Todo se desvanecía en los tonos cálidos, velados por la lluvia, de aquella charca viva en su propia putrefacción. Entre aquel follaje decadente que, aun así, me invitaba a tumbarme, a esconderme de todo aquello que me obsesionaba: entre aquellas ramas de árboles semejantes a descarnadas falanges de fantasmas complacientes que me brindaban protección, frente aquellas aguas grises, fiel espejo de un cielo sereno, dominante, donante de gotas que acariciaban mi cara y mis manos. No muy lejos de algún sitio ignoto donde el graznido del cuervo me hablaba de liberarme de todo aquello que me atribulaba, que me consumía.

¡Quién pudiera volver allí!. Pero no. Alguien quiso hacer una carretera, o una gasolinera, o una urbanización elitista; ¡vaya usted a saber!. Y yo nunca pude volver a aquella charca y tuve que buscar otros escondites, otros fantasmas complacientes, otras caricias, otro amigo que me hablase de libertad. Buscar otro lugar decadente que albergara mi propia decadencia.