lunes, 7 de febrero de 2011

De la caza y de los cazadores

Con el progreso de la humanidad, nos enfrentamos a nuestra originaria naturaleza desde una perspectiva evolucionada hacia unos parámetros que en nada tienen que ver con el orbe natural. Un orbe que tiene unas reglas muy sencillas pero muy arraigadas en todos sus componentes.

Hemos creado nuestra propia industria textil a espaldas de la naturaleza. También a espaldas de la naturaleza la industria alimentaria, y la farmacéutica y todas las demás; todas y cada una de esas industrias que el resto de las especies que componen la naturaleza la formalizan dentro de esa misma naturaleza. Pero, además, hemos creado otras industrias que nos han segregado más aún de esas especies naturales.

Hemos dejado de ser animales por cuanto que no nos ceñimos a muchas de las reglas, de esas reglas primigenias, que conforman la esencia natural, y utilizamos el hábitat exclusivamente como una estructura para el asentamiento. ¿Seremos dioses?, ¿por qué no, si nada tenemos que ver con la naturaleza y algunos dicen que hemos sido creados a imagen y semejanza de uno superior?. ¿O seremos el cáncer de Dios, capaz de destruirle a Él y a su obra?. ¡Me haría mucha gracia la cara de idiotas que se les iba a quedar a tanto teísta vanidoso!.

Los seres humanos ya no nos proveemos por nuestros propios medios a nosotros mismo y a nuestra familia, o como mucho a nuestra comunidad directa, de alimentos, de abrigos, de viviendas, etc.. Ya no tiene que salir al campo acechar una pieza y abatirla. Difícil, trabajosamente. No lo necesitamos. Vamos al supermercado y compramos una pieza de algo que se llama carne, de algo que se llama abrigo.

El año pasado visité en una aldea de Lugo una vaquería. Un sitio dónde se hacinaban las reses en condiciones higiénicas perseguidas pero no conseguidas. A mí, que mi sensibilidad con los seres vivos me ha hecho repetirme que los filetes son unas cosas rojas que crecen en la cámara frigorífica del carnicero del pueblo donde vivo, me contaron que la vaca produciría tres o cuatro terneros, la leche que esa circunstancia produciría y la carne que luego la arrancarían -¡Joder!-. Luego fui a ver a los ternerillos nacidos el día anterior. Eran machos. Uno de ellos jugaba conmigo escondiéndose tras un trotecillo en su cajón, sacando su cabeza para cerciorarse de que le hacía caso y saliendo al corralillo mirándome con sus ojos profundos y felices de ver un mundo de colores. Yo sabía que al día siguiente iba a ser sacrificado. También, hace dos años, todos supimos como los indisciplinados japoneses esquilmaban sus mares con la caza de la ballena, esos mamíferos inteligentes y con sentimientos, en defensa de su industria pesquera. ¿Y los cambios de alimentación en los carroñeros gracias a nuestra política sanitaria?. ¿Y los cambios en nuestro ecosistema en base a la proliferación urbanística?. ¿Sigo?.

Yo no soy cazador. Yo tengo la sensibilidad, o sensiblería, típica del hombre y de la mujer de ciudad. Hiere mi sensibilidad el pánico que se le produce a la res asediada en el monte, escondiéndose en el zarzal, saltando por los riscos mientras huye del depredador invatible, volando entre acantilados forzando su cuerpo en la huida. No me gusta manchar de sangre mis polainas, no me gusta perturbar a los animales que castigan los campos de labor. Mi despensa es la industria y la industria no tiene nada que ver con los animales. No, no soy cazador, soy un dios, un horrible y destructivo dios.